lunes, 6 de septiembre de 2010

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miércoles, 1 de septiembre de 2010

El pez volador

Dicen que volar en sueños es presagio de buena suerte. Yo pasé toda la adolescencia y primera juventud atravesando la atmósfera onírica de mis noches a grandes altitudes. Sin embargo, a pesar de que era muy arriba a lo que llegaba, no se trataban de auténticos vuelos. Volar, lo que se dice volar, debe ser una actividad autónoma, capaz de iniciarse y mantenerse diferenciada, sustentada por un motor propio, sin engaños. Lo mío eran grandes saltos a los que una inercia desconocida me abocaba en medio de lo soñado. Yo me impulsaba como el que se despeña por un precipicio y el supuesto vuelo no era más que una infinita y constante caída. No vencía a la gravedad, sino que ésta me sometía en una parábola interminable de un continente a otro del globo terráqueo.

Volar es triunfar sobre los elementos, pero saltar como el que vuela es la metáfora de un fracaso. Por muy amplia que sea la distancia cubierta, el que salta no se expresa con éxito, sino balbucea. Intenta articular su posición en el cielo y no le sale más que el gesto cómico del paralítico que hace como que anda. El que vuela mira hacia abajo con satisfacción y disfruta. El que se encuentra en plena caída, y más si es una caída intercontinental, es víctima de una atroz angustia ante la inminencia del terrible porrazo que le espera al aterrizar, a no ser que caiga en blando o en agua.

Y así transcurrían mis sueños, asumiendo un papel aparente y manteniendo en secreto mi incapacidad para existir en las alturas. Sufría especialmente con la posibilidad de ser sorprendido durante la toma de tierra pues la aparatosa caída revelaba a los testigos mi verdad. Pero nunca caía del todo. De alguna manera misteriosa, ese tipo de cosas que suelen ocurrir en los sueños, rebotaba sobre el suelo, volvía a tomar impulso y todo comenzaba de nuevo.

Aparte de lo que ocurra en los sueños, en el mundo de la vigilia también existe otra criatura que consume sus días construyendo una apariencia de ser alado. Se trata del pez volador. Cualquiera que haya navegado por aguas tropicales habrá observado el sorprendente espectáculo de esta cuasi sardina remontando las corrientes aéreas por encima de las olas. Este animalito iluso llega a exhibir un hermoso par de alas que agita surcando el aire. Su puesta en escena es lo suficientemente eficaz mientras la fascinación surte efecto, pero en realidad no es más que un pez fuera del agua cuyo punto débil es el mismo que el mío: desprovisto de la gracia propia de aquellos que han nacido para reinar, aterriza como un fardo que se hubiera escurrido del estante de cualquier pescadería. En esa décima de segundo decisiva, rubrica su condición. Si el pez tiene suerte y no despeña sus carnes sobre cubierta sino en el mar, habrá desaparecido y dejará tras de si el espejismo de su pantomima; vivirá del recuerdo y de una reputación infundada y real. Desde luego, cabe la posibilidad de que esos peces voladores no sean más que la pesadilla de pequeños mamíferos dormidos que al despertar se reencuentran con su condición de seres lastrados.

En el fondo, mis sueños no iban muy descaminados como vaticinio de lo que me esperaba. Vivo como un pez fuera del agua que pasa fugazmente por halcón y reza para aterrizar con elegancia, así como para que a nadie se le ocurra comprobar el verdadero filo de sus garras.

Cuéllar